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¿Hacia dónde va el proyecto universitario de la Revolución Ciudadana? 

 

Arturo Villavicencio 

Profesor e investigador de la Universidad Andina Simón Bolívar.

Exrector del Instituto de Altos Estudios Nacionales.

Expresidente del Consejo de Evaluación y Acreditación de la Educación Superior - CONEA.

Si no cambiamos de dirección, es probable que terminemos llegando exactamente hacia donde nos dirigimos 

Proverbio chino 

 

 

Por varias décadas, el tema de la educación superior, el sentido de responsabilidad social de sus instituciones, la calidad académica, su pertinencia y su financiamiento estuvieron ausentes en la política pública y curiosamente, salvo esporádicas preocupaciones que no tuvieron eco, en la vida académica misma. Es únicamente con la expedición del Mandato Constituyente No. 14 que el Estado empieza todo un proceso de recuperación de su papel director y regulador del sistema de educación superior1. Este proceso empezó, en cumplimiento con el Mandato mencionado, con la evaluación de las instituciones de educación superior, realizada por el ex Consejo de Evaluación y Acreditación de la Educación Superior (CONEA) y cuyos resultados fueron publicados en el informe Evaluación de Desempeño Institucional de las Universidades y Escuelas Politécnicas del Ecuador. 

El Informe del CONEA significó el comienzo de la reconstrucción de una fisonomía universitaria que se había perdido; es decir, aquella visión de la universidad como un proyecto cultural, de acumulación y de organización del conocimiento, como centro generador de ideas y debate que estimulen el activismo y la participación social de la comunidad universitaria. Este documento evidenció la tendencia netamente comercial de un segmento importante de la educación universitaria, tendencia del cual no estuvieron exentas las universidades públicas y cuestiono abiertamente esta idea de la educación superior como un servicio, contribuyendo a reposicionar ante la sociedad la idea de la educación superior como un bien público cuya responsabilidad, control y regulación son obligaciones del Estado. Salvo excepciones, el Informe mostró el pobre desempeño de la universidad ecuatoriana en la satisfacción de las demandas y expectativas de la sociedad. El Estudio dejó planteado la tarea urgente de restablecer la idea de docencia universitaria como comunidad científica, profesional y artística con autoridad, reconocimiento y legitimidad; de retomar la investigación, ante todo, como un ejercicio de comprensión reflexiva y de crítica fundamentada de la sociedad, planteando respuestas a las preocupaciones, demandas y problemas sociales, incluidos los requerimientos de la producción y las demandas del mercado. 

Como respuesta al Informe del CONEA, la Ley de Educación Superior en su Disposición Transitoria Tercera dispuso una nueva evaluación de veinte y seis universidades que fueron cuestionadas en el Informe; evaluación llevada a cabo por el nuevo organismo de evaluación y acreditación, CEAACES, y que culminó con la suspensión de catorce centros de educación superior. Con esta decisión, se cerró un capítulo difícil para la universidad ecuatoriana, abriendo las puertas para una etapa de reconfiguración institucional. Se trata de una etapa que implica la emergencia de nuevas estructuras, códigos y patrones de comportamiento de las instituciones y que requieren legitimarse y funcionar en el contexto social y estabilizarse y persistir en el tiempo. Las estructuras resultantes serán en parte la consecuencia de diseños deliberados pero también la consecuencia no intencional de la acción humana y la interacción social. ¿Cómo lograr que las nuevas estructuras y arreglos institucionales se consoliden, ganen significado y adquieran valor en sí mismas, de tal manera que se constituyan en el marco normativo de soporte para el funcionamiento de la universidad asegurando estabilidad y significado a su misión social? Esta es una pregunta que todavía está esperando respuestas. 

Con un sentido de urgencia y de premura por recuperar un tiempo perdido, el Gobierno y las instituciones que regulan el sistema de educación superior han emprendido la tarea de reconfigurar el sistema. Este sentido de urgencia está conduciendo a ignorar los ritmos de procesos orgánicos, de evolución, que emergen y que por consiguiente, no siempre pueden ser impuestos y controlados desde arriba. Como estos temas son nuevos en las esferas de planificación y decisión gubernamentales, existe una dosis de confusión sobre la aplicación y efectividad de herramientas e instrumentos de política; ofuscación que está haciendo perder las perspectivas históricas, el sentido de orientación y que pone en riesgo una oportunidad histórica de sentar bases sólidas para un sistema universitario de calidad y sobre todo, de compromiso y responsabilidad con el contexto social al cual se debe. 

Peligrosas tendencias empiezan a manifestarse en el panorama de cambio del sistema de educación superior. La ausencia de sólidos puntos de anclaje alrededor de los cuales articular los cambios necesarios está conduciendo a trasplantar, sin criterios de pertinencia, modelos y esquemas, quizá exitosos en otras circunstancias, pero que en realidad nos están dirigiendo a una suerte de neocolonialismo académico. Una universidad fragmentada en tipologías absurdas y con espacios académicos limitados y jerarquizados empieza a aflorar. Un inusitado entusiasmo por la investigación al borde del conocimiento científico como solución a los problemas del país y la clave para alcanzar el buen vivir está configurando mecanismos burocráticos en la definición y control de la agenda de investigación para las universidades; condiciones que atentan a un quehacer abierto, transparente y democrático de la ciencia y el conocimiento. En el mismo sentido, el salto milagroso hacia un biosocialismo republicano, alrededor de un megaproyecto, la ciudad del conocimiento, de muy dudosos e inciertos resultados, compromete enormes recursos humanos y materiales que necesariamente conducen al debilitamiento y hasta aniquilación de la incipiente investigación del sistema universitario. Todo esto bajo la idea de convertir a la universidad ecuatoriana en instituciones productoras de profesionales y conocimientos prácticos, funcionales al proyecto político del Gobierno, a los planes de desarrollo y por supuesto, de utilidad para el mercado. Una creciente opacidad de los límites del conocimiento como un bien público o como un producto capitalizado al servicio de actividades de lucro puede conducir al sistema universitario a una suerte de capitalismo académico que niega la universidad como un espacio público de debate, discusión, análisis y crítica. Por último, todo esto está ocurriendo bajo una mentalidad burocrática y de desconfianza hacia la universidad ecuatoriana; de ahí la necesidad de controlarla, vigilarla y disciplinarla. Estos son en resumen los temas discutidos brevemente a continuación. 

 

 

Hacia un colonialismo académico 

 

Una falsa noción de universalismo del conocimiento parecería ser el principio que está orientando las políticas de la educación superior y que, sin lugar a dudas, van a tener serias repercusiones en el futuro del sistema universitario en su conjunto y en particular, en los procesos de evaluación y acreditación en marcha. Este universalismo parte de la idea de que como las pretensiones de la ciencia son universales, es decir, sus resultados se aplican en igualdad de condiciones en todas partes, este principio se puede extender a cuestiones de método de investigación, su productividad, organización, incluso a nivel de valores y criterios de su pertinencia. 

Existe una peligrosa tendencia a adoptar esquemas educativos, modelos de universidades, criterios de calidad, quizá exitosos en otros contextos, como ejemplos a ser trasplantados automáticamente y a ser imitados, sin cuestionar la pertinencia de tales esquemas a realidades como la nuestra. No se trata de desconocer aspectos positivos de otras experiencias que, apropiadamente adaptados a realidades locales y nacionales pueden, sin lugar a dudas, contribuir a mejorar la calidad de la enseñanza e investigación. Sin embargo, el reto que se presenta a las universidades es como incorporar dichas experiencias desde su propia identidad y naturaleza distintiva sin perder de vista su responsabilidad social y, sobre todo, sin el riesgo de desviarse ante modelos hegemónicos y pautas externas dominantes. Es indispensable partir del hecho que no todos los conceptos, criterios y estándares de calidad formulados en los países desarrollados pueden servir a las instituciones de países como el nuestro. La calidad no puede sustentarse en función de modelos determinados, por muy perfectos que puedan parecer, relegando a un segundo plano las dimensiones éticas y cívicas y sobre todo, de pertinencia de la educación universitaria. Estos conceptos y modelos requieren ser repensados y reinterpretados al servicio de una formación y desarrollo del conocimiento al servicio de un proyecto ético-político de sociedad. 

Las decisiones que se están adoptando apuntan en sentido contrario. El sistema de educación superior del país se dirige a una suerte de colonialismo académico que niega la experiencia, la historia de la universidad ecuatoriana, ignora su papel fundamental como repositorio de la cultura nacional y que la está haciendo perder su sentido y horizonte. Algunos ejemplos son muy reveladores de la mentalidad neocolonial que inspira la política pública de educación superior. 

Resulta curioso que el reconocimiento de títulos obtenidos en universidades del exterior, así como la selección de universidades para el otorgamiento de becas se realice sobre la base de un listado de universidades elaborado por la Senescyt sin que hasta hoy se conozcan los criterios utilizados para la elaboración de dicho listado. En realidad se trata de una combinación de la clasificación mundial de universidades elaboradas periódicamente por The Times Higher Education Supplement (Inglaterra) y la Universidad Jiao Tong (Shangai). De esta manera, las clasificaciones internacionales (ranking) de universidades se han convertido en una escala de referencia, no solamente para medir y comparar el ‘pobre desempeño’ de las universidades ecuatorianas, sino para la asignación de recursos en la preparación y perfeccionamiento de estudiantes y profesionales. 

Aquí es notoria la ausencia de reflexión sobre los contextos sociales y culturales, los niveles de gobernabilidad, los patrones de autonomía, las diferencias entre misiones institucionales y sobre todo, el potencial para manipular información sobre los cuales se sustentan estas clasificaciones internacionales y que han llevado a plantear serias dudas sobre su pertinencia y validez. Es evidente que estas clasificaciones favorecen cierto tipo de universidades y excluyen otras universidades por la discrecionalidad y arbitrariedad en la selección de criterios de clasificación y la escasa correlación entre los indicadores utilizados y los indicadores de calidad educativa. La limitación de estas tablas de clasificación es claramente reconocida por una de las instituciones líder en la elaboración de dichas listas al señalar que “la variedad de los resultados tienen diferentes misiones y diferentes puntos fuertes que hacen difícil su comparación. No hay señales que muestren que una universidad bien clasificada en nuestra tabla es mejor que una situada por debajo en la lista”2. Otros reconocidos autores (Salmi y Saroyan, 2006) señalan que “muy criticadas, dichas clasificaciones son a menudo desechadas por ser ejercicios irrelevantes plagados de errores informativos y metodológicos”. Sin embargo, estos listados se han convertido en referencia obligada para la toma de decisiones y formulación de políticas. Una suerte de modelo único de universidad, que todas las universidades del país están llamadas a imitar, parecería prevalecer en las instituciones de regulación del sistema de educación superior. 

Otra muestra preocupante de un colonialismo académico es visible en los “estímulos al personal académico” contemplados en el Reglamento de Carrera y Escalafón del Profesor e Investigador del Sistema de Educación Superior3. De acuerdo a este reglamento, la publicación de un artículo en una revista indexada por el Social Citation Index (SCI) se reconocerá como la publicación de tres artículos indexados en otras revistas. En el mismo sentido, la experiencia de un docente en una de las cien mejores instituciones de educación superior extranjeras, según el listado definido la Senescyt, se reconocerá como el triple de tiempo de experiencia que en otras instituciones de educación superior. Más aun, la participación en un proyecto de investigación desarrollado en una de las cien mejores universidades se reconoce como la participación en tres proyectos de investigación que en otras instituciones de educación superior. Los estímulos del 3 x 1 continúan en el reglamento. En otras palabras, un artículo publicado por ejemplo, en las Revistas Ikonos, Foro, Kipus o Procesos vale un tercio que un artículo publicado en el Journal of Higher Education o en la revista Science and Public Policy. Así mismo, un año de enseñanza en una universidad norteamericana o europea (siempre y cuando consten entre las cien mejores de acuerdo al ranking de la Senescyt) equivale a tres años de docencia en la Universidad Andina Simón Bolívar o en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, para citar dos universidades con proyección internacional. Curiosamente, para atenuar o tal vez para reafirmar la mentalidad colonial, en el caso de las universidades latinoamericanas que constan en el ranking SCImago, se aplica la regla del 2 x 1. 

La manera cruda y directa de desvalorizar la academia ecuatoriana exime de comentarios. Únicamente dos observaciones resultan aquí pertinentes. La primera tiene que ver con aquella idea de productividad de la cátedra universitaria que empuja a los docentes a una suerte de competencia en la ‘producción masiva de papers de importancia cada vez más puntual cuando no triviales’ (Vessuri, 2007). La segunda consiste en que bajo la idea de tener ‘universidades de clase mundial’ los docentes, investigadores y las universidades se ven forzados a entrar en el mercado mundial para las publicaciones científicas; un mercado organizado alrededor del Social Citation Index y controlado por una compañía privada (Thomson Scientific) que, unilateralmente y en buena medida sin tener que rendir cuentas a nadie, ha establecido una estructura cartelizada de poder sobre la información y comunicación científicas (Vessuri, 2007). Este tema es relevante, especialmente para países como el Ecuador, ya que al crear una presión sobre los investigadores por publicar en revistas referenciadas en el SCI, los temas y prioridades de la investigación estarán fuertemente sesgados a aquellos impuestos por unas cuantas revistas de los países del norte. De esta manera, la brecha entre ciencia hegemónica y ciencia periférica tiende a profundizarse. 

Aunque la Constitución de la República distingue pertinencia y calidad como dos de los principios que deben regir la educación superior en el país4, en realidad pertinencia es una dimensión esencial de la calidad. Entonces, la evaluación de la calidad se refiere a procesos de análisis, estudio y discusión respecto al mérito y valor de sistemas, instituciones y programas con objeto de asegurar y mejorar su pertinencia social (Stubrin, 2007). Sorprendentemente, es una institución norteamericana la que va a dirigir y llevar a cabo estos procesos para un número de universidades públicas que han alcanzado un alto nivel de desempeño según el informe del ex CONEA. Esta decisión no hace sino deslegitimar la institución nacional de evaluación y acreditación (CEAACES), ya que en el futuro, y con seguridad, será la evaluación de este organismo extranjero la que tendrá validez y aceptación social. 

Pero quizá más preocupante aun, es aquel peligroso desconocimiento sobre el sentido y contenido de la evaluación que está latente en la agenda de transformación de la universidad ecuatoriana. Se ignora el simple hecho, señalado por Dias Sobrinho (2008), de que “no puede haber una calidad in abstracto, apátrida, desraizada de las realidades concretas que le dan contenido y forma”. Por consiguiente, añade este autor, “la calidad necesita tener un valor social, público, de compromiso con las comunidades en las que insertan las instituciones de educación superior”. Resulta altamente dudoso que una institución extraña a nuestra realidad y a la realidad de la universidad ecuatoriana esté en capacidad de darnos lecciones sobre valores éticos y cívicos, sobre principios de robustecimiento de la identidad nacional, de la dimensión multicultural de la universidad y, en general, sobre la responsabilidad social de la universidad. De ahí que no es exagerado hablar de una ideología neocolonial en el proyecto de transformación de la universidad ecuatoriana5. 

Esta ideología se revela aun con más claridad en las políticas de desarrollo científico-tecnológico que van a tener serias repercusiones sobre las instituciones de educación superior. Así, la universidad experimental científico-tecnológica, una universidad de ‘clase mundial’ según sus mentalizadores y que empezará a funcionar en el corto plazo, estará diseñada sobre el modelo de dos universidades norteamericanas. Más aun, todo el complejo científico-tecnológico o la llamada ciudad del conocimiento, es planificado por una empresa sudcoreana6. 

Todo esto muestra que las estrategias de desarrollo científico y tecnológico, es decir, las áreas de investigación, los problemas a ser investigados y la asignación de recursos estarían siendo dictadas por instituciones extranjeras sin ninguna participación de la universidad nacional. Es cierto, como en su momento lo señaló el informe del CONEA, la investigación nacional es todavía incipiente, unidisciplinaria, con bajos niveles de pertinencia y escasamente institucionalizada al interior de las universidades nacionales. Sin embargo, esta debilidad de la investigación nacional no justifica, de ninguna manera, dejar de lado toda una experiencia y saber acumulados. El paso a una investigación transdisciplinaria, orientada hacia el análisis y solución de problemas, sólidamente institucionalizada en las estructuras universitarias y llamada a convertirse en uno de los motores del proceso de innovación tecnológica, constituye una tarea de la universidad ecuatoriana y no de centros burocráticos de poder. 

No puede dejar de mencionarse en este punto la crisis por la que atraviesa la universidad ocasionada por el retiro eminente de un alto porcentaje de docentes ante decisiones apresuradas e inconsultas de la Senescyt. La solución planteada consiste en substituir a los viejos docentes nacionales por viejos docentes extranjeros en el marco del programa Prometeo-Viejos Sabios. Se ha anunciado la posibilidad de contratar quinientos o mil, los que hagan falta, para paliar la crisis. El comentario más suave a este despropósito es el calificativo de ofensivo para la academia ecuatoriana y fruto de la ignorancia sobre la cátedra universitaria y el quehacer universitario por parte de quienes están tomando las decisiones. 

 

 

Hacia la burocratización de la investigación 

 

El creciente avance hacia sociedades de la información, la complejidad de los nuevos procesos tecnológicos, la centralidad de las industrias del conocimiento intensivo, como motores económicos en los países industrializados, le han transferido a las universidades, a los sistemas de educación superior y a los sistemas de investigación de los países en desarrollo un amplio conjunto de tareas, desafíos y expectativas (Rama, 2008). En estas circunstancias, la reflexión y el debate sobre las tendencias de nuestro sistema de educación superior, para intentar develar sus potencialidades y sus limitaciones, así como para emprender en la creación de saberes y formar nuevas generaciones con la capacidad para enfrentar los desafíos que se presentan constituye una tarea apremiante. Esta reflexión es esencial para evitar caer en un entusiasmo renovado donde la investigación y el desarrollo tecnológico al borde del conocimiento aparecen como la única opción, con la repetida promesa de que la ciencia, la investigación de punta y una educación superior funcional son el camino más seguro hacia el buen vivir

La obsesión de las políticas públicas orientadas a acortar la brecha tecnológica mediante el desarrollo de sectores de alta tecnología está presente en la agenda gubernamental y peligrosamente desvía la atención de la sociedad y del mundo académico, en particular, de esfuerzos de análisis y desarrollo en otras direcciones más viables y de mayor impacto en la economía del país. La apuesta del Gobierno en la construcción de “un ecosistema planificado de innovación tecnológica y de negocios, […] que genere las aplicaciones científicas de nivel mundial para alcanzar el buen vivir” (Yachay.ec, 2012) responde simplemente a un convencimiento ingenuo y simplista de lo que H. Vessuri (2007) llama los imaginarios tecno-científicos; es decir, aquellas proyecciones y repertorios culturales erigidos en torno a las tecnologías convergentes (biotecnología, nanotecnología y ciencias de la información) que se presentan como “la cura de prácticamente todos los males de la humanidad y soporte del futuro crecimiento y felicidad humanos”7. 

Contrariamente a la ‘sabiduría convencional’, las industrias de alta tecnología son intensivas en capital, generan escasos puestos de trabajo, los encadenamientos productivos con el resto de la economía son muy limitados, su contribución a la creación de valor agregado, aun en las economías desarrolladas, es marginal. La experiencia de muchos países (los países nórdicos son el típico ejemplo citado comúnmente en la literatura al respecto) demuestra que no es necesaria una economía especializada en la producción de tecnología de punta, orientada a la producción de innovaciones únicas para el mercado mundial, para que un país alcance niveles elevados de desarrollo. El éxito se debe más a la incorporación gradual en el aparato productivo de avances tecnológicos desarrollados en otros contextos y/o producto de sus sistemas nacionales de innovación (Ludvall, 2010). 

Uno de los problemas consiste en que la estrategia tecnológica delineada por el Gobierno, con su modelo del biosocialismo republicano, parte de una visión arcaica y mecanicista de los procesos de innovación y desarrollo tecnológico: primero investigación básica, luego investigación aplicada, sigue el desarrollo tecnológico para terminar en la producción y marketing de bienes de consumo. De ahí la propuesta de una universidad de clase mundial que, conjuntamente con institutos públicos de investigación, tendrán como tarea descubrir los tesoros ocultos en nuestra biodiversidad para analizarlos y codificarlos como conocimiento científico. En esta línea de razonamiento, este conocimiento, explotado por empresas de alta tecnología, resultará en el desarrollo de nuevos productos cuya difusión y comercialización permitirán la transformación de la matriz productiva, liberándonos de una economía extractivista y asegurándonos de esta manera la transición al buen vivir. Este plan milagroso y salvador amerita muchos comentarios que caen fuera del alcance del presente trabajo8. Sin embargo, resulta conveniente aquí puntualizar algunos aspectos. 

El razonamiento detrás del proyecto es un razonamiento simple, si no simplista. Se sustenta en la ingenua y desgastada idea del efecto de filtración (Stiglitz, 2002) según el cual, los descubrimientos y avances tecnológicos que se producirán en la ciudad del conocimiento se filtrarán al resto del aparato productivo del país, beneficiando a la economía en su conjunto. La realidad se presenta muy diferente. Lo más probable es que este pretendido desarrollo tecnológico, si es que llega a realizarse, quede confinado a un espacio reducido, con limitado impacto sobre un incipiente sistema nacional de innovación. Se estaría propiciando un sistema económico y social dual: el uno muy restringido, de escasos impactos, ‘moderno’, eficiente y conectado a la globalización y el otro, con bajos niveles de productividad, atrapado en el circulo vicioso de las ‘commodities’, cuya única posibilidad es competir sobre la base del precio, aprovechando ventajas comparativas de recursos naturales, una energía subsidiada y sobre todo, bajos salarios. 

La visión lineal de ‘ciencia básica - ciencia aplicada - desarrollo tecnológico e innovación’, anclada todavía en ideologías ampliamente cuestionadas y superadas, ignora constataciones fundamentales (Ruttan, 2001; Kline et al., 1986). La más relevante quizá, es aquella que tiene que ver con la complejidad sistémica del desarrollo tecnológico. Ciencia y tecnología interactúan a través de múltiples lazos de retroalimentación que tienen lugar a diferentes niveles y en diferentes etapas de los procesos de innovación tecnológica. Este proceso no se crea ni se desarrolla de manera secuencial, no puede ser dirigido ni controlado por esferas burocráticas de poder. Se trata de un proceso lento, orgánico y cumulativo que emerge como resultado del desarrollo de sistemas nacionales de innovación. Como lo señala Arthur (2009), siempre existe la tentación por parte de los gobiernos de impulsar la ciencia con propósitos comerciales y esto raramente funciona. Añade este autor que “construir capacidades para el desarrollo tecnológico de un país no es lo mismo que planificar la producción en una economía socialista; es más cercano a cultivar un jardín en un suelo rocoso. Plantar, regar, deshierbar es más apropiado que un plan quinquenal”. 

Pero quizá más importante aún, teniendo en cuenta la gigantesca inversión que está en juego en el desarrollo del complejo científico-tecnológico Yachay, es la incertidumbre sobre los resultados que pretenden ser obtenidos. La experiencia demuestra que los costos iniciales de un nuevo producto o innovación son muy elevados, la velocidad de penetración en el mercado muy incierta y, en el mejor de los casos, los períodos entre un descubrimiento y su cristalización en un producto comercial pueden resultar significativamente largos (Cozzens y Kaplinsky, 2009). Estos elementos son suficientes para llamar a una reflexión sobre efectividad de una política pública que implica la asignación de ingentes recursos en un proyecto cuyos resultados son altamente aleatorios y, en el mejor de los casos, pueden producir limitados réditos únicamente en el largo plazo. Resulta utópico pensar que un centro de desarrollo científico, confinado en un estrecho margen de acción e influencia, pueda tener en el corto plazo un impacto significativo en el sistema productivo del país y lo que es más urgente, aliviar la situación de pobreza y desempleo que difícilmente pueden esperar resultados eventuales de un experimento caro y dudoso. A pesar de la escasa información sobre el proyecto Ciudad del Conocimiento, se puede desde ya afirmar que el monto de los recursos necesarios y su potencial impacto sobre la economía nacional no guardan relación con el grado de incertidumbre de los réditos que se esperaría obtener9. 

Por último, y de impacto directo sobre el futuro de la universidad ecuatoriana, es la peligrosa tendencia a configurar instancias burocráticas de poder y control sobre la investigación y el conocimiento, en general. El proyecto tecnológico del Gobierno se proyecta sobre la base de una estructura jerarquizada de la investigación: en el tope de la pirámide, una “universidad de clase mundial” que se constituirá en “el corazón de la Ciudad del Conocimiento”; en el nivel inferior, doce institutos públicos de investigación que en alianza con la empresa privada serán los encargados del desarrollo tecnológico y comercialización de las invenciones y, en el fondo, las escuelas politécnicas y universidades que tendrán un papel secundario y periférico. El resultado previsible es un debilitamiento alarmante del sistema universitario de investigación. La marcada diferenciación entre docencia e investigación (tema que será abordado más adelante) como dos actividades autocontenidas, con escasa articulación e interrelación al interior de la vida académica de las universidades sería parte de esta estrategia de burocratización del conocimiento. 

Según la lógica de este proceso, todo parece indicar que la determinación de la agenda de investigación científica, la definición de relevancias y el establecimiento de metodologías y ritmos de investigación, y por supuesto, la asignación de recursos, estarían supeditados, bajo las directrices de la Senescyt a esquemas de un conocimiento dirigido y organizativamente jerárquico. Estos esquemas no siempre resultan positivos para un quehacer abierto, transparente y democrático de la ciencia y el conocimiento. Al contrario, en esas circunstancias ciencia y conocimiento pueden ser fácilmente instrumentalizados para decisiones que justifiquen determinados intereses. 

 

 

Hacia una universidad de ‘clase mundial’ 

 

Siendo la universidad experimental científico-tecnológica el “corazón de la ciudad del conocimiento”, llaman fuertemente la atención los criterios esgrimidos para su concepción y diseño. Empezando por las razones para su ubicación geográfica, no son, de ninguna manera, los factores críticos, a los que hace referencia Castells (1996) al estudiar el fenómeno de emergencia y posterior consolidación de ‘tecno-polos o milieux’ de innovación, los que han primado en la selección del sitio para la universidad de ‘clase mundial’ y su entorno, la ciudad del conocimiento10. La existencia de una concentración espacial de centros de investigación, la presencia de instituciones de educación superior, de compañías de tecnología avanzada, de cadenas productivas, de una red de proveedores de bienes y servicios auxiliares, de circuitos financieros y de negocios de riesgo, ingredientes indispensables, segun Castells, para el desarrollo de sinergias innovadoras y productivas, ni siquiera han sido pensadas como posibilidad. En su lugar, han sido preocupaciones sobre la topografía del suelo, el clima y la irrigación las que han primado en la ubicación de la ciudad del conocimiento, como si se tratara de un proyecto de desarrollo de un producto agrícola que requiere especiales condiciones de cultivo11. 

Tratándose de un centro de investigación al borde del conocimiento científico para la provisión del conocimiento fundacional, la información e instrumentación alrededor del cual el resto del edificio tecnológico será construido, cabría esperar un proyecto académico coherentemente estructurado, con áreas de estudio claramente definidas y con programas de investigación alineados con los objetivos que se pretende alcanzar. Son estos los elementos indispensables que definen las necesidades de infraestructura, los espacios para laboratorios y experimentación, el número y disposición de aulas, bibliotecas y servicios y, en general, todo el complejo instrumental tecnológico de apoyo necesarios para el funcionamiento de, como dice la información sobre Yachay, “una universidad contemporánea”. Todo parece indicar que estas preocupaciones son secundarias en el diseño y planificación de esta universidad “de clase mundial” y más bien ha primado la preocupación por mantener una reminiscencia feudal de una parte del futuro campus12

Por último, la oferta académica de la ‘universidad de clase mundial, está articulada alrededor de dos disciplinas: matemáticas aplicadas y química biorgánica; la primera de nivel de licenciatura, la segunda de nivel de maestría. No se puede pasar por alto en este punto una concepción sui géneris de la carrera de matemáticas; cuya concepción demuestra un desconocimiento sorprendente de los contenidos, objetivos y del perfil profesional que se espera de sus egresados13. Más sorprendente aun es la creación de una carrera de matemáticas, cuando existen en varias universidades del país carreras y programas de posgrado en matemáticas, con niveles de enseñanza e investigación que no piden mucho favor a similares en universidades de excelencia14. La pregunta natural en este punto es acerca de las razones para la duplicación de esta carrera en la universidad de la Ciudad del Conocimiento que, al entrar en competencia con carreras y programas existentes, necesariamente llevará su debilitamiento (y probablemente el cierre de algunas) de las escuelas existentes. 

La pregunta anterior nos lleva a una interrogante más de fondo: ¿por qué la insistencia en invertir en el corto plazo más de 500 millones de dólares en una nueva universidad técnica si el país cuenta al menos con dos escuelas politécnicas, sólidamente establecidas, formadoras de los cuadros técnicos nacionales y con una calidad académica demostrada y reconocida? ¿No sería menos oneroso y más efectivo invertir en ampliar y modernizar la infraestructura de estas instituciones, incluyendo la dotación de equipos, laboratorios y bibliotecas de tal manera que puedan continuar en el mejoramiento continuo de su calidad académica? En definitiva, ¿por qué repudiar todo un acervo intelectual y cultural acumulado a lo largo de muchas décadas y lanzarse a experimentos inciertos trasplantados desde otras experiencias? La universidad ecuatoriana y la sociedad requieren una explicación. 

En un estudio influyente, Hirschman (1967) señala que las políticas y programas exitosos en la movilización de fondos, instituciones y tecnología son aquellos que descansan en un conjunto de hipótesis más o menos ingenuas, no comprobadas, simplicistas y optimistas acerca del problema por resolver y del enfoque a ser adoptado. Estas hipótesis simplificadoras y habilitantes de los proyectos son codificadas en lo que el autor llama las narrativas del desarrollo. El poder de estas narrativas es amplificado a través de la incorporación de símbolos dominantes, ideologías y experiencias reales o imaginarias de sus adherentes. En este contexto encaja perfectamente el discurso oficial sobre el futuro tecnológico del país. Una ciudad-región de alrededor de 40 mil habitantes, “con la más moderna infraestructura para el desarrollo de investigaciones aplicadas”, concebida como un “eco-sistema planificado de innovación tecnológica y de negocios donde se combinan las mejores ideas, talento humano e infraestructura de punta, que generan las aplicaciones científicas de nivel mundial necesarias para alcanzar el buen vivir, y destinada a constituirse en el “más importante HUB [sic] de conocimiento de América Latina en producción de tecnología aplicada” (Yachay, 2012). En este entorno, y alejada del desorden y la contaminación del resto de aglomeraciones urbanas del país, sin tener que convivir con una pobreza moralmente obscena y socialmente explosiva y disfrutando de un paisaje y clima idílicos, una élite científica-tecnológica-empresarial, con niveles salariales de primer mundo (y probablemente con atractivas ventajas fiscales), va a descubrir la piedra filosofal del buen vivir. Este es el panorama o la idea que se quiere vender con el proyecto ciudad del conocimiento. 

 

 

Hacia un capitalismo académico 

 

La visión funcional y empresarial de la universidad, productora de recursos humanos y conocimientos directamente relevantes para la esfera productiva y el mercado está irrumpiendo, cada vez con más fuerza, la esfera académica. Cuestiones concernientes a los mecanismos a través de los cuales la universidad contribuye directamente al desarrollo económico y social de los países, a los desafíos que enfrenta la universidad ante la urgente necesidad de impulsar un proceso de innovación tecnológica y, al tipo de sistema universitario más adecuado para responder a estas necesidades, están en el tope de las instituciones de educación superior y los gobiernos. 

El debate sobre las relaciones entre la universidad y la esfera productiva, concretamente la industria, de ninguna manera es una novedad. Donaghue (2008), en su análisis acerca de la amenaza que la creciente cultura empresarial presenta a los valores fundamentales de la universidad, empieza por notar que la hostilidad del mundo corporativista hacia la universidad estadounidense (en particular) es una historia que data de más de un siglo. No se trata, por consiguiente, de una crisis que ronda las aulas de las universidades y que exige inmediatas y dramáticas soluciones. Tampoco se trata de un proceso inexorable. Como lo señalan Slaughter y Rhoades (2004), este proceso puede ser resistido, o mejor dicho, procesos alternativos pueden y deben ser imaginados. 

En América Latina el Movimiento de la Reforma Universitaria de 1918 ya encarnó la idea de una tercera misión de la universidad a través de la extensión universitaria. Contrariamente a la idea de la universidad empresarial que busca interacciones con la industria en la solución de problemas de corto plazo y orientados al mercado, la extensión universitaria buscaba interacciones directas con la sociedad mediante una acción comprometida con mejorar las condiciones de vida en una sociedad desigual y fragmentada. Lamentablemente, el sentido histórico de extensión universitaria se ha ido perdiendo para dar paso a la idea de vinculación con la colectividad, un concepto más cercano al lenguaje opresivo de eficiencia, utilidad y productividad que pretende convertirse en el lenguaje dominante del mundo académico. 

En los últimos años, las relaciones entre universidad y esfera productiva han sido objeto de amplio debate. Diferentes enfoques y modelos han sido propuestos; cada uno sugiere perspectivas interesantes de las cuales se derivan respuestas concretas para adecuar la universidad a las nuevas demandas de la sociedad del conocimiento y la información. Por la influencia que están teniendo en el mundo académico, dos modelos ameritan una breve mención: el modelo de la triple Hélice y el modelo conocido como el Modo 2. 

El modelo biológico de la Triple Hélice (Etzkowitz y Leydesdorff, 1995), parte de las tradicionales formas de diferenciación entre la universidad, industria y gobierno y, en el marco de una perspectiva evolucionaria, muestra cómo las relaciones entre estos subsistemas son moldeadas por acción de una comunicación reflexiva. Este moldeamiento reflexivo de las relaciones estructurales y contingentes entre estos tres actores puede hacerse más intensivo en conocimiento en la medida que los actores mejoran sus competencias reflexivas y comunicativas. 

La transformación que está ocurriendo en la estructura disciplinar y organización de la universidad tradicional como resultado de una nueva forma de generación y difusión del conocimiento es el sujeto del enfoque, el Modo 2 de hacer ciencia; modelo que ha tenido una importante repercusión en los círculos académicos. Según los autores de este enfoque (Gibbons, 2000; Nowotny et al, 2001), se trata de un modo emergente en la generación del conocimiento: transdisciplinario, organizado en formas no jerárquicas (heterárjicas) transitorias, socialmente responsable y reflexivo. La investigación es llevada a cabo en un contexto de aplicación, es decir, las necesidades sociales tienen un impacto directo en la generación del conocimiento desde la fase temprana de los proyectos de investigación. 

Aunque las tesis planteadas tanto por el modelo de la Triple Hélice como el Modo 2 de generación del conocimiento constituyen avances importantes en la comprensión de las relaciones entre universidad y sociedad, estas han sido objeto de un fuerte cuestionamiento. Empezando por la ambigüedad de los planteamientos hasta el uso de acrónimos y un lenguaje pegajoso para caracterizar fenómenos de larga data (Weingart, 1997). Más aun, los discursos relacionados a estos modelos parecerían formar parte de una agenda política neo-liberal (Tuunainen, 2002). Acerca del significado y trascendencia del discurso de estos modelos en el sistema universitario ecuatoriano, cabe aquí la reflexión de Didriksson (2006) quien señala muy oportunamente que “las posibilidades de inversión hacia una expansión y transformación de los sistemas de educación superior y aun para el desarrollo de grandes e importantes proyectos de investigación, en la perspectiva de conformar un sector poderoso de conocimientos sustentado en el Modo 2 [o en la Triple Hélice], son muy escasas para la región, a no ser que ello ocurra dentro de casos específicos y nichos reducidos de crecimiento sostenido. Lo que aparece en tendencia, es que mientras en otros países y regiones se está avanzando de forma decidida en la inversión y el crecimiento de bases estructurales alrededor de los conocimientos y de una nueva economía, en América Latina se profundizan las brechas entre las capacidades tecnológicas mínimas y la cantidad y calidad de las instituciones, que forman las bases de formación de investigadores y del personal para sustentar un modo de producción de conocimientos”. 

Sea cual fuere el grado de influencia de estos modelos, en el Ecuador, al igual que varios países de la región, la presión creada en torno a las universidades por integrarse en el mundo productivo está propiciando cambios radicales en las tradicionales estructuras de la universidad. Se tienden a romper los anacrónicos esquemas de división entre las disciplinas para dar paso a nuevas estructuras que buscan legitimarse e institucionalizarse. Al interior de la universidad aparecen nuevos circuitos de gestión y comercialización del conocimiento, donde los centros de transferencia de tecnología, las unidades de emprendimientos o las oficinas de gestión de patentes pasan a ocupar un sitio preponderante, mientras las facultades y departamentos, supeditados a los primeros, se limitan a la enseñanza. Se produce así un proceso de desinstitucionalización que golpea a la universidad y donde los límites entre lo interno y lo externo pierden el sentido entre la universidad y sociedad (Didrksson, 2006). 

Este proceso es abordado desde una perspectiva más amplia y global por un nuevo enfoque: la Teoría del Capitalismo Académico (Slaughter y Rhoades, 2004). Esta herramienta conceptual está enfocada al análisis del proceso de integración de la universidad en la economía de la información. Si bien el tema sobre el papel del conocimiento en la nueva economía ha sido objeto de extensivos análisis, netamente los trabajos de Castells (1996), la novedad de esta teoría consiste en enfocar directamente el papel de la universidad en este nuevo contexto. Como señalan sus autores, si en la sociedad de la información el conocimiento es la materia prima que se convierte en productos, procesos o servicios y teniendo en cuenta que la universidad es la principal fuente de conocimiento, entonces es necesario una revaluación de las relaciones entre las instituciones de educación superior y la sociedad. 

En las circunstancias actuales, para la academia ecuatoriana el tema del capitalismo académico resulta relevante simplemente porque aborda un tema de fondo, no siempre reconocido en el debate, aquel del conocimiento visto cada vez menos como un bien público y más como una ‘commodity’ capitalizada al servicio de actividades de lucro. De acuerdo a sus autores, el capitalismo académico no se trata de un proceso en el que la universidad es subvertida por actores externos (aunque en el caso ecuatoriano, el Gobierno está patrocinando esa visión), sino más bien de un proceso en el que un grupo de actores, profesores, estudiantes y administradores de la universidad, utilizan una variedad de recursos del Estado para la creación de nuevos circuitos del conocimiento que vinculan las instituciones de educación superior con la nueva economía. Esto no quiere decir que las universidades aspiren a convertirse en empresas privadas; al contrario, ellas buscan mantener su estatus de instituciones sin fines de lucro, pero al mismo tiempo incursionando en el sector privado del mercado. Por lo tanto, la tendencia del capitalismo académico no se dirige hacia la ‘privatización’ de las instituciones de educación superior sino que significa la redefinición de un espacio público y la reubicación de las actividades académicas y de investigación en este nuevo espacio. 

No es este el espacio para entrar en una discusión acerca de este enfoque. Lo que aquí interesa es destacar ciertas características que coincidentemente subyacen de manera implícita en el discurso gubernamental y que de alguna manera están latentes, con preocupantes tendencias a emerger en la universidad ecuatoriana. Necesariamente hay que empezar por uno de sus rasgos más preocupantes que consiste en una creciente opacidad de los límites entre el régimen del conocimiento como un bien público y el régimen como un producto comercial. Esta tendencia se inscribe en la lógica neoliberal de sacrificar el bienestar de la ciudadanía como un todo y de promocionar a los individuos como actores económicos. Es bajo esta lógica que se crean circuitos tanto internos (al interior de las universidades) como mixtos (con participación externa) para la transformación de ese conocimiento, un bien público, en un producto útil para la sociedad, necesariamente destinado a entrar en los circuitos, esta vez comerciales (Slaughter y Rhodes, 2004). 

Este proceso implica simultáneamente una redefinición del espacio público en la academia. El financiamiento del Estado a la educación superior persiste con la particularidad de que estos dineros son reasignados para el subsidio de diferentes actividades, áreas de trabajo y salarios de profesionales orientados a la esfera privada (la universidad de Yachay). El conocimiento es construido como un bien privado, valorado por crear un flujo de productos de alta tecnología que generan ganancias en la medida que estos fluyen a través de los mercados. Esta subvención a actividades netamente comerciales encuentra su justificación nuevamente en la desgastada idea de la filtración de los beneficios a toda la sociedad: la alianza universidad - industria acelera el crecimiento económico que resulta en beneficio de toda la sociedad. 

El capitalismo académico, anotan sus autores, tiene hondas repercusiones en la vida misma de las universidades. Cabe destacar algunas de ellas como una señal de alerta para las universidades del país, aunque en realidad la universidad ecuatoriana conoció ya una experiencia negativa al intentar implantar una visión empresarial en una de las más prestigiosas universidades del país15. En primer lugar, los mencionados autores advierten que se está produciendo una reestratificación y competencia entre los campos académicos. Como los recursos serán siempre escasos, al interior de la universidad aparece una especie de canibalismo por la asignación de recursos. Esta estratificación conduce a una estrecha concepción de la educación superior con una orientación hacia los mercados educativos de corto plazo (educación virtual, maestrías profesionalizantes, especializaciones, …) que prioriza el mercado y el aumento de ingresos sobre la calidad de la educación. La aparición de nuevos circuitos de generación y circulación del conocimiento afectan y son reflejados en el trabajo de los docentes. 

El papel tradicional tripartito de la enseñanza, investigación y servicios es alterado, con una emergente preferencia por la investigación útil susceptible de apropiación. La experiencia ha demostrado que cuando el conocimiento es apropiado, su circulación es menos fluida (Fagerberg, et al. 2010). Más aun, para muchas universidades el principal objetivo de la investigación está centrado en la biotecnología. Sin embargo, es altamente improbable que todas las universidades tengan éxito en este campo; la competencia es muy intensa y como lo señalan los mencionados autores, el capitalismo académico ha demostrado no ser muy exitoso en el mundo de los negocios y más bien, en muchos casos, conduce a prácticas y resultados no deseables. En su lugar, las universidades deberían descubrir nichos distintivos que podrían ser 

explotados sobre la base de sus fortalezas o de su ubicación geográfica. Una iniciativa semejante implicaría no solamente la inversión en ciencias sino también en ciencias sociales y humanidades, integrando de manera interdisciplinaria senderos que de forma creativa acorten las brechas que dividen los campos científicos y el resto de la universidad. 

Las implicaciones del capitalismo académico para el futuro de la universidad es un tópico que todavía no está claro, aunque los riesgos de perder el horizonte y sentido de la universidad son grandes. Al igual que existen varias formas de capitalismo, también existen varias modalidades de capitalismo académico, pero en todo caso, este no puede dejarse a la deriva de las fuerzas del mercado. La universidad experimental de la ciudad del conocimiento y con ella el proyecto universitario del Gobierno, sin duda, apuntan hacia alguna forma de capitalismo académico. Esta trayectoria no es única ni tampoco ineludible. Existen alternativas que deben ser imaginadas y trabajadas para evitar caer en una suerte de determinismo. Pero en cualquier caso, jamás debe perderse la idea fundamental de la universidad: un espacio público de debate, discusión, análisis y crítica. 

 

 

Hacia un sistema universitario fragmentado 

 

La Ley de Educación Superior introduce el concepto de tipología de universidades16. Una diferenciación de las universidades constituye, en principio, un avance en la construcción de un sistema universitario mejor estructurado, mejor adaptado a las necesidades y el papel que debe cumplir la universidad en todas sus dimensiones. No es posible un sistema universitario en el cual todas las instituciones se planteen idénticas misiones y visiones, se propongan los mismos objetivos y aspiren a cumplir las mismas funciones y tareas (Rama, 2008). La noción de responsabilidad social de la universidad, como espacio que vincula el conocimiento generado en el contexto de su aplicación (científico, tecnológico, humanístico y artístico) a las necesidades locales, regionales y nacionales, demanda tanto la reconfiguración de las estructuras institucionales y la naturaleza de sus funciones sustantivas, como el diseño de nuevas formas de correspondencia entre el entorno y los objetivos fundamentales de la universidad (Herrera, 2009). 

Reconocer la coexistencia de universidades con orígenes, roles y tradiciones diferentes (universidades orientadas a la investigación tecnológica y humanística, universidades orientadas a la formación profesional, universidades de pregrado, universidades de posgrado, universidades con vocación local y regional) demanda aprehender nuevas dimensiones de calidad que complejizan el ejercicio de gestión del sistema y su evaluación. En principio, diferentes tipologías de instituciones de educación superior implicaría distinguir universidades con misiones sociales, modalidades pedagógicas, campos disciplinarios, niveles educativos y hasta con concepciones de calidad diversificadas. Esta heterogeneidad necesariamente conduce a reconocer objetivos y dinámicas diferenciadas y especializadas de los distintos tipos de universidades y por consiguiente, enfoques, criterios, parámetros y modelos de evaluación consistentes con esta pluralidad de instituciones. Esta variedad acentúa la dimensión diversa y multicausal de la calidad de la educación superior que no puede ser establecida, instrumentada ni fiscalizada por un enfoque único conceptual e institucional (Rama, 2008). 

Las perspectivas de empezar la construcción de un sistema de educación superior más complejo y diversificado se presentan poco alentadoras. Hasta ahora la tendencia se perfila hacia la construcción de mecanismos y procedimientos homogéneos, con criterios, normas y glosarios estandarizados que guardan escasa coherencia con la idea de una universidad plural y multidimensional17. Por ejemplo, la norma de fijar el porcentaje de docentes con título de doctor, como único criterio para el reconocimiento de una universidad como universidad de investigación, docencia o educación continua, desvirtúa completamente la idea de un sistema universitario con una perspectiva plural y el intento por redefinir el sentido, los objetivos y las prácticas de la educación superior. Cabe señalar en este punto que una suerte de ‘fijación funcional’ sobre el tema del doctorado ha penetrado peligrosamente en el incipiente debate sobre el cambio de la educación superior, impregnándolo de un sesgo parcial de limitada relevancia18. Indudablemente que una planta docente con una sólida formación académica es un factor esencial para asegurar la calidad de la enseñanza; sin embargo, la calidad de la educación superior y su aseguramiento continuo pasan por procesos más complejos. 

Aunque las definiciones de los tipos de universidades establecidas en los reglamentos no explicitan los objetivos, la misión, las funciones y orientación de las instituciones, algunas tendencias son posibles identificar si se consideran otros elementos que están configurando la política pública de la educación superior. 

En primer término, la tipología propuesta introduce implícitamente una jerarquía en la calidad de las instituciones universitarias. En el tope de la pirámide se sitúan las universidades de investigación y docencia, cuyo modelo correspondería al de una universidad de corte científico, enfocado a la investigación y desarrollo de alta tecnología, en estrecha alianza con la industria y generadora de patentes e innovaciones para el mercado. Estaríamos ante una idealización restringida de un modelo de investigación de élite, que corresponde a una relación entre la universidad y la industria que es la excepción y que se vuelve dañina y peligrosa cuando se transpone al resto del mundo (Ordorika, 2009). La segunda categoría corresponde a las universidades de docencia, cuya función se limitaría a la formación de profesionales para el mercado laboral, una suerte de agencias concesionadas para la profesionalización. Por último, la escala inferior corresponde, por defecto, a las universidades de educación continua cuya denominación, en principio, supondría instituciones enfocadas a la docencia, con énfasis en la educación permanente, entendida como un proceso constante de actualización y reentrenamiento profesional, pero que en la realidad correspondería a universidades de ‘tercera categoría’19. En este contexto, una evaluación de las instituciones de educación superior, que necesariamente se llevará a cabo a partir de las desigualdades existentes y sin medidas compensatorias, necesariamente profundizará la separación y segmentación del sistema universitario, agudizando la pirámide elitista. 

En segundo lugar, la definición sui géneris de la tipología de instituciones de educación superior no permite vislumbrar los enfoques de calidad, menos aun las dimensiones y criterios para su evaluación. Si la idea subyacente a la tipología propuesta se restringiera únicamente a distinguir tres categorías decrecientes de instituciones respecto a la calidad de la investigación y la docencia, entonces el marco conceptual de evaluación se limitaría a establecer estándares diferenciados para cada uno de los criterios e indicadores de evaluación. Exigencias diferenciadas para la calidad de las bibliotecas y laboratorios, el nivel académico de la docencia, la eficiencia de la gestión interna y organización de las instituciones, la producción de artículos y libros, patentes e innovaciones y, en general, para todos los demás elementos estructurales y operacionales ineludibles para una universidad, serían los parámetros de soporte para ubicar a las universidades en las categorías correspondientes. 

Indudablemente que los elementos mencionados son imprescindibles para la calidad de la enseñanza; pero no debe confundirse la calidad con los medios para asegurarla. Las características señaladas constituyen únicamente medios y no fines para un mejoramiento continuo de la calidad de las instituciones universitarias. Ellos no representan en sí mismos la calidad. “Por encima de todo, la calidad de la educación superior debe construir una real alianza entre la misión institucional en sus dimensiones científico-formativas sin desviarse jamás de su objetivo central: la construcción de la ciudadanía pública de sociedades democráticas, sostenibles y justas” (Dias Sobrinho, 2008). ¿En qué medida los tipos de universidad establecidos en la Ley y reglamentos responden a este objetivo y cuál es su contribución para lograrlo? Esa es la pregunta fundamental alrededor de la cual deben estructurarse los tipos de universidades y por supuesto, los modelos para su evaluación. Únicamente una respuesta debatida y consensuada con los actores del sistema de educación superior permitirá revelar un conjunto de dimensiones, criterios e indicadores que sirvan de referencia para lograr incrementos continuos en la calidad de la educación superior. 

Un tercer elemento consiste en la fragmentación de la enseñanza universitaria al delimitar los niveles académicos en los que puede incursionar cada tipo de universidad20. Como se señaló anteriormente, no es posible concebir que todas las instituciones de educación superior pretendan abarcar todos los espacios del conocimiento y cubrir todas las demandas que la sociedad exige de la universidad. Sin embargo, como lo anota Santos (2005), “no es sostenible y mucho menos recomendable desde el punto de vista de un proyecto nacional educativo, un sistema universitario donde el posgrado y la investigación estén concentrados en una pequeña minoría de universidades”. Añade este autor que “el problema debe ser resuelto en el ámbito de la creación de una red universitaria pública que posibilite a las universidades que no pueden tener investigación o cursos de posgrado autónomos, hacerlo en alianza con otras universidades en el ámbito de una red nacional o inclusive transnacional”. Esta red implica compartir recursos y equipamientos, la movilidad de docentes y estudiantes al interior de las redes y una estandarización mínima de planes de estudio, organización del año escolar y de los sistemas de evaluación. No se trata de llevar a las universidades de calidad a compartir de tal modo sus recursos que se ponga en riesgo esa misma calidad; al contrario, se trata de multiplicar el número de universidades de calidad, dando a cada una la posibilidad de desarrollar su nicho potencial con ayuda de las demás. La reforma debe promover la constitución de redes, pero la red no se decreta; es necesario empezar a crear una cultura de red en las universidades y esto no es una tarea fácil. 

 

 

Hacia una universidad controlada, 

sumisa y disciplinada 

 

Con la suspensión de 14 universidades, no solamente se termina el largo proceso que significó el cumplimiento del Mandato Constituyente 14, sino que se cierra una etapa crucial de la reforma universitaria iniciada con la promulgación de la Constitución del 2008. Esta etapa, a la que podría calificar como una etapa de depuración, debía abrir las puertas para el inicio de un proceso más complejo de reestructuración de la educación superior, de rectificación de las profundas distorsiones que se habían venido acumulando por décadas como resultado del abandono del Estado y que resultaron en una universidad fragmentada por múltiples brechas y, salvo excepciones, con niveles alarmantes de precariedad en cuanto a su calidad académica. 

En estas circunstancias, una dinámica de transformación exige superar una visión de fiscalización y control como mecanismo para asegurar que las IES operen con licitud y legalidad al amparo de una garantía pública. Por supuesto, dichos mecanismos, como lo ha demostrado la experiencia, son necesarios. Pero la política universitaria de los organismos que regulan el funcionamiento de la educación superior no puede ni debe focalizarse a un control de corte disciplinario, expresión de una cultura de obediencia y de control. La idea de una suerte de ‘policía académica’ está muy lejos de la idea de un marco jurídico-institucional que norme el desempeño de las instituciones de educación superior, en particular en lo referente al aseguramiento de la calidad. El reto que se presenta consiste en pasar de una evaluación meramente sustantiva a una evaluación adjetiva de la calidad. Como lo señala Stubrin (2007), la evaluación adjetiva debe sustentarse en los diversos grados de conformidad que la realidad observada mantiene con definiciones de principios y criterios establecidos y acordados de antemano, y que los miembros avezados de una comunidad disciplinar o profesional, empleando un método apropiado pueden pronunciarse sobre una universidad. 

Resulta penoso constatar que las normas y reglamentos estén enfocados hacia lo primero, es decir, al control, a la sumisión y a la disciplina de la universidad. Refiriéndose al reglamento de carrera y escalafón de los docentes, acertadamente señala Carlos Arcos (2012), que se “trata de la expresión de un exacerbado espíritu de control sobre la vida académica de las universidades, especialmente de las públicas, y va mucho más allá del espíritu mismo de la Ley [de Educación Superior]. Esta actitud es propia de una conducta burocrática que, por un lado, no entiende la lógica de la vida académica y que por otro, desconfía profundamente del mismo”. Efectivamente, mentalidad burocrática y desconfianza son los dos principios que parecen guiar la transformación de la universidad; de ahí la necesidad de controlarla, vigilarla y disciplinarla. 

Se pretende así normalizar y reglamentar toda la actividad académica de los docentes, empezando por determinar, con la minuciosidad de un burócrata y la vocación de un gendarme, la distribución del tiempo de los docentes y autoridades21. Lo que debería ser un reglamento que proporcione las pautas y normas para que cada institución superior pueda organizar su vida institucional de acuerdo a su misión, modelo pedagógico y de gestión, y su ámbito académico, se convierte en un instructivo de requisitos y cumplimientos de obligaciones que rayan en lo absurdo22. Los rectores pasan a ser simples administradores y los consejos universitarios juntas de vigilancia. Las universidades públicas y las escuelas politécnicas van en camino de verse paralizadas por un lado, con un sistema de leyes que las regulan directa o indirectamente y, por otro, con un sistema de reglamentos instructivos que cierran cualquier posibilidad de una gestión innovadora basada en su propia capacidad de gestión y en el aprendizaje institucional, algo que debe ser consustancial a la vida académica. 

Pero, como lo anota Arcos (2012), el absurdo no termina allí. “[El reglamento] de un plumazo elimina el antiguo y útil concepto de cátedra universitaria que incluía docencia, investigación y gestión y que miraba la vida académica como un ejercicio complejo, totalizador. El reglamento - instructivo convierte a la docencia y a la investigación en actividades excluyentes”. Añade este autor, “se establecen límites de las investigaciones que los docentes puros pueden realizar, la investigación formativa orientada al mejoramiento de las actividades docentes. Es la burda violación del único elemento sustantivo de la autonomía universitaria: la libertad de cátedra, que incluye la libertad de investigación. Los docentes puros están condenados a actualizar sus sílabos y a suprimir cualquier inquietud intelectual que vaya más allá de eso, es decir, se les obliga por un reglamento a renunciar a preguntarse sobre la realidad, sobre problemas sustantivos de su campo y sobre el mundo. Una disposición de esa naturaleza va contra la Constitución y contra la misma LOES. Es un golpe mortal a la libertad de cátedra”. 

Las categorías de productividad, eficiencia y logro competitivo, no la erudición o la inteligencia son los valores bajo los cuales se pretende guiar el mundo académico. La competencia crea la necesidad de estándares uniformes, una métrica que sirve para valorar la diversidad del trabajo intelectual. Las preocupaciones por esos estándares de desempeño, ya sea el doctorado, la publicación de monografías o artículos (cada vez más irrelevantes) están dando lugar a una cultura académica muy peculiar. Así, en un viraje irónico, los docentes que se consideran ellos mismos como intelectuales autónomos, encuentran que su trabajo, debido a la constante evaluación y dirigismo, tiende a la conformidad y a la estandarización. Como sutilmente lo anota un académico norteamericano (Donoghue, 2008), el profesor universitario no se extinguirá per se, él será absorbido en categorías más amplias de profesionales y servidores públicos. 

En conclusión, el modelo de universidad que se pretende implantar, además de atentar al principio de autonomía universitaria, se revela antagónico con el resto de principios de la educación superior establecidos en la Constitución y que son los que sustentan la transformación de la educación superior. En efecto, la introducción de categorías de universidades, las limitaciones de la oferta académica de acuerdo a estas categorías y la separación entre docencia e investigación, entre otros, contradice el principio de integralidad que supone, no solamente la articulación entre el Sistema Nacional de Educación y el Sistema de Educación Superior, sino la articulación al interior del propio Sistema de Educación Superior. En la misma línea, el direccionamiento de los recursos a los campos y saberes instrumentales a los planes de desarrollo tiene poco que ver con el principio de autodeterminación para la ‘producción del pensamiento y conocimiento’. Más aun, la falsa noción de un universalismo de la ciencia y de la praxis científica está conduciendo a adoptar criterios y estándares, probablemente válidos en otros contextos, pero desprovistos de valor social y de compromiso que emana de los principios de una calidad y pertinencia consagrados en la Ley. 

 

 

Conclusiones 

 

Dialogar, debatir, rectificar; estas son las acciones urgentes. Es todavía el momento para corregir las tendencias peligrosas a las que nos hemos referido y que empiezan a manifestarse poniendo en peligro una oportunidad histórica de cambios. El futuro de la educación superior se encuentra en un punto de bifurcación. Varias trayectorias son posibles, pero no se debe olvidar que los grados de libertad para las decisiones siempre estarán condicionados por las trayectorias ya recorridas (path dependence; Arthur, 1994). Las políticas no pueden continuar siendo dictadas por autoridades legítimas actuando ilegítimamente (porque exceden sus atribuciones institucionales) o indirectamente por autoridades ilegítimas o poderes fácticos (asesores, consultores o círculos de confianza cercanos a los centros de poder). Un proceso de cambios y transformaciones crea incertidumbre, produce una suerte de aceleración del tiempo que tiende a desdibujar las perspectivas futuras y la idea misma de cambio. En estas circunstancias, se produce una fragilidad institucional y es precisamente esta fragilidad la que favorece la discrecionalidad y arbitrariedad de las decisiones. 

Daniel Kahneman (2012), premio Nobel de Economía, se interroga sobre el ‘misterio’ de ideas y conceptos que, a pesar de obvios contra-ejemplos, persisten en el lenguaje político y aun en el discurso académico. Este autor califica a este fenómeno como la teoría de la ceguera inducida: una vez que un conjunto de ideas es usado como herramienta de razonamiento, es extraordinariamente difícil reconocer sus fallas. Si una observación no encaja con la teoría o modelo, se asume que debe haber una explicación en algún lugar o se concede el beneficio de la duda a la comunidad de expertos que propugnan y aceptan la teoría. La política de educación superior el Gobierno, con todas sus importantes ramificaciones, correspondería, si no a un caso de ‘ceguera inducida’, por lo menos a una miopía peligrosa. Solamente la apertura al diálogo y al debate puede contribuir con un mínimo de la claridad necesaria para el cambio de dirección que reclama la universidad ecuatoriana. 

 

 

Referencias bibliográficas 

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Notas 

1 El Mandato Constituyente No. 14, expedido por la Asamblea Nacional Constituyente, dispuso al Consejo de Evaluación y Acreditación de la Educación Superior elaborar “un informe técnico sobre el nivel de desempeño institucional de los establecimientos de educación superior, a fin de garantizar su calidad, propiciando su depuración y mejoramiento”. 

2 Times Higher Education Supplement University Rankings, 2005. 

3 Art. 63. 

4 Constitución de la República, Art. 351. 

5 Existe una confusión entre el sentido de evaluación y acreditación que establece la LOES y la acreditación o certificación de instituciones como ABET (el organismo anunciado para la evaluación de siete universidades públicas del país). En este caso se trata más de largos procesos de asesoramiento y seguimiento para mejorar la gestión académica e institucional de las universidades. Algunas universidades del país, de acuerdo a sus misiones específicas, políticas institucionales y modelos pedagógicos han optado por estos procesos. No es esta decisión, muy legítima por cierto, la que está en cuestionamiento. Lo que se cuestiona aquí es el hecho de contratar una organización extranjera para dictar normas de pertinencia, calidad y aseguramiento de la calidad de la universidad ecuatoriana. 

6 Las universidades de Stanford y California son el ejemplo a imitar para la Universidad Experimental del Conocimiento (www.yachay.ec/universidad-de-investigacion-cientifico-experimental/) y la Incheon Free Economic Zone de Corea del Sur es el modelo para la construcción y desarrollo del polo científico-tecnológico en Urcuquí, Ibarra (www.yachay.ec/ciudadyachay/socios/). A pesar de la escasa información sobre este proyecto, todo parece indicar que en realidad se trataría por lo menos de una suerte de maquila tecnológica si es que la verdadera intención de este gueto científico no es la de establecer una ciudad charter en territorio ecuatoriano. Es más, en noviembre de 2012 una delegación de alto nivel, encabezada por el Presidente de la República, visitó el Campus de Investigación de Carolina del Norte. Se trata de “un fastuoso centro de investigación, fundado y financiado por un excéntrico multimillonario obsesionado con alcanzar la longevidad, y que podría terminar siendo el modelo de la llamada Ciudad del Conocimiento” (El Comercio, 2012 noviembre 3). No extrañaría que el próximo periplo sea una visita a Texas A&M University en donde otro excéntrico millonario financia el Missyplicity Project cuyo objetivo es clonar su mascota Missy (Slaughter y Rhodes, 2010). 

7 Al respecto es interesante señalar las curiosas expectativas del Proyecto Ciudad del Conocimiento en torno a la nanotecnología: “El desarrollo de la nanotecnología podría resolver problemas en los países más pobres del mundo tan importantes como enfermedades, hambre, falta de agua potable y falta de casas [sic]. Está orientada a la microelectrónica, la informática, las comunicaciones, la logística militar [sic], la salud humana y animal y el medio ambiente” (yachay.ec, 2012). 

8 Un amplio análisis al respecto es el tema del estudio ‘Ciencia, tecnología e innovación: porque Yachay es una estrategia equivocada’ por el autor del presente trabajo y que será publicado en las próximas semanas. 

9 La cifra de 20 mil millones de dólares ha sido anunciada como el monto de la inversión requerida para el proyecto Yachay (Diario Hoy, 2011 diciembre 30: 3) 

10 Silicon Valley está a 20 millas de San Francisco en un área de 6.5 millones de habitantes; el parque tecnológico Incheon en Corea del Sur está a menos de tres horas de vuelo de un cuarto de la población mundial (The Guardian Weekly, 2013 enero 18); la Municipalidad de New York en alianza con la universidad de Cornell están desarrollando un campus tecnológico dentro del área metropolitana de esta urbe (The Economist, 2012 enero 7). La planificación de la Ciudad del Conocimiento tiene en cuenta estos elementos, aunque desde una perspectiva bastante peculiar: “Urcuquí cuenta con un óptimo nivel de accesibilidad al encontrarse a 1.5 horas [?] del nuevo Aeropuerto Internacional del DM de Quito, y su cercanía a importantes centros poblados [sic] a nivel nacional, lo cual facilita el intercambio de científicos e investigadores, estudiantes y empresarios…” 

11 “Tras un exhaustivo análisis técnico en el que se identificaron varias condiciones como terreno, clima, conectividad, disponibilidad de agua, entre otras, para el establecimiento de laboratorios y centros de investigación de alta tecnología […] se determinó que Urcuquí cumplía con las condiciones requeridas y que ofrece una serie de ventajas geofísicas que lo convierten en el lugar ideal para la construcción de la Ciudad del Conocimiento: zonas planas (0 - 12°), clima templado (humedad menor a 12%, baja pluviosidad (0 - 25 mm/año)” (Yachay, 2012). 

12 “La Universidad Yachay se conforma de dos componentes: la Universidad y la Residencia [sic]. Estas funcionarán inicialmente en la Casa de Hacienda San José, bienes patrimoniales que serán recuperados y que brindaran los servicios necesarios para garantizar el bienestar de docentes, estudiantes e investigadores. […] [Se combina] el respeto por lo histórico tradicional con la tecnología y funcionalidad propias de una universidad contemporánea [sic]” (Yachay, 2012). 

13 La carrera de matemáticas aplicadas está orientada a la formación de profesionales que trabajen en “la investigación, programación, análisis estadístico e investigación tecnológica y científica para atender los requerimientos de empresas públicas y privadas en las áreas de: docencia [sic], capacitación, administración, planeación, economía y finanzas. […] y, que aborde con solvencia el manejo y aplicación de los instrumentos informáticos y de modelación matemática en la industria, para resolver problemas asociados a la optimización de sistemas informáticos más inteligentes con lo que puede beneficiar en gran medida aspectos cotidianos [sic] como la ingeniería, la sanidad, el transporte, la seguridad y el medio ambiente”. 

14 Las escuelas de matemáticas de la Universidad Central del Ecuador y la Escuela Politécnica Nacional ameritan mención especial. Ambas escuelas, con una ya larga tradición en la academia ecuatoriana, fueron creadas y han venido funcionando con apoyo de universidades europeas; cuentan con una planta de profesores de primer nivel académico, su prestigio es reconocido y en la actualidad ofrecen programas de doctorado conjuntamente con universidades de Francia y Alemania, respectivamente. 

15 Hace más de una década se intentó introducir formas de gestión empresarial en la Escuela Politécnica Nacional. Se establecieron catorce Centros de Transferencia de Tecnología, se crearon carreras de corte empresarial y comercial autofinanciadas, se estableció un régimen diferenciado de sueldos para los profesores e investigadores en función de su pertenencia a estos centros y carreras, se eliminaron las facultades y en su lugar se crearon departamentos. Todo esto generó un grave trastorno institucional que sumergió a la Politécnica Nacional en una honda crisis (Espinoza, 2011). 

16 La Ley Orgánica de Educación Superior en su Art. 117 establece una tipología de instituciones de educación superior. La normativa dice que “las instituciones de Educación Superior de carácter universitario o politécnico se clasificarán de acuerdo con el ámbito de las actividades académicas que realicen. Para establecer esta clasificación se tomará en cuenta la distinción entre instituciones de docencia con investigación, instituciones orientadas a la docencia e instituciones dedicadas a la educación superior continua”. 

17 El Reglamento parea la tipología de Universidades y Escuelas Politécnicas, define los tipos de universidades de la siguiente manera: Universidades de Investigación y docencia: “priorizan la generación del conocimiento para el desarrollo del país”; Universidades de docencia: “la prioridad es la formación científica, técnica y humanística de profesionales capaces de impulsar el desarrollo económico y social del país” y; Universidades de educación continua: “priorizan la formación y actualización profesional técnica, humanística y científica, en áreas que no comprometan de modo directo a la vida humana, en el marco de la vinculación con la colectividad”. 

18 El debate sobre el nivel académico de los docentes universitarios tampoco es nuevo en la academia ecuatoriana. La Disposición Transitoria Octava de la LOES expedida en el año 2000 establecía que “las universidades y escuelas politécnicas en el plazo de cinco años a partir de la vigencia de esta ley, deberán tener en su planta docente por lo menos un treinta por ciento de los profesores con título de posgrado”. La consecuencia de esta disposición fue una proliferación explosiva de los programas de maestrías con la consiguiente ‘devaluación’ de este grado académico y su escaso aporte a la calidad de la educación. Una experiencia similar tiende a repetirse con los doctorados. Esto conlleva, según Santos (2005), a la resolución de la crisis de legitimidad de la universidad por la vía negativa: la creciente desvalorización de los diplomas universitarios. 

19 El Instructivo para la Tipología de Universidades expedido por el CEAACES establece que “En caso de que alguna de las universidades no remita al CEAACES, una manifestación de intención de tipología, se entenderá que se acoge a ser una universidad de tipo Educación Continua”. 

20 El Reglamento General a la LOES (Art. 14) establece que “Únicamente las universidades de docencia con investigación podrán otorgar los títulos profesionales de especialización y los grados académicos de maestría y de Ph.D. o su equivalente; las universidades orientadas a la docencia podrán otorgar títulos profesionales, especialización y grados académicos de maestría profesionalizante [?]; y las de educación continua no podrán ofertar ninguno de los grados académicos indicados anteriormente” 

21 El Art. 11 del Reglamento de Carrera y Escalafón de Profesor e Investigador establece que el personal académico a tiempo completo dedicara hasta 31 [sic] horas semanales a las actividades de investigación, mientras el rector y vicerrector podrán dedicar como máximo 3 horas semanales [sic] a docencia o investigación. 

22 26 artículos del reglamento se refieren únicamente a requisitos que, en total suman 148. 

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